La
Iglesia Católica -es decir, universal- se halla, en estos días, sumida en la
alegría pascual por la Resurrección del Salvador. Este Domingo precedente, el
despuntar del sol nos traía la alegre noticia: “No está aquí; porque resucitó, como lo había dicho” (Mt. XXVIII;
6).
Y
la sagrada liturgia no puede menos que regocijarse, e invitarnos a la alegría,
por el triunfo del Esposo: “Et pro tanti
Regis victoria tuba insonet salutaris”, canta el Exultet en la celebración
de la Vigilia. “Y por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas
anuncien la salvación”.
Pero,
conocido es ya de todos, la Tradición nos enseña que para llegar al gozo de la
Resurrección, hemos de transitar primero el vía
crucis, el camino de la cruz. El Rey que nos precede venciendo a la muerte,
reinó primero desde un Madero: “Estaba escrito: Jesús Nazareno, el rey de los judíos” (Jn. XIX; 19). Es
el mismo Rey que muere, para luego vencer.
No
pretendemos aquí hacer apologética sobre la reyecía de Cristo, sobre la que
mucho se ha dicho ya. Sólo deteneros en este Rey, Rey Crucificado y Rey
Resucitado. Porque la crucifixión de Cristo nos lega otro gran misterio. “Pero uno de los soldados le abrió el
costado con la lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn. XIX; 34). Y,
como enseña la Tradición y el Magisterio, de este costado abierto nace la
Iglesia.
Por
ello, la Iglesia no puede, no debe desentenderse
de la suerte de su Rey. El Cuerpo Místico de Cristo se encuentra en peregrinar
hacia el Cielo, sí. Pero su peregrinar ha de ser la subida al Calvario, la
muerte a las obras del Demonio, la donación de sí misma para devolver las almas
a Dios.
Bien
en claro lo dejó expresado el Apóstol de los Gentiles: “Así es preciso que los hombres nos miren: como a siervos de Cristo y
distribuidores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se requiere en los
distribuidores es hallar que uno sea fiel. En cuanto a mí, muy poco me importa
ser juzgado por vosotros o por tribunal humano” (I Cor. IV; 1-3). Ésta ha
de ser la Iglesia: un sacramento que lleva la gracia a los hombres y los
hombres a Dios; y no un circo mediático.
Por
ello este espacio. Porque nos duele la Iglesia, porque somos parte de ella.
Porque lamentamos ver una institución divina, prostituida. Porque lloramos una
doctrina ultrajada. Porque sufrimos un culto indigno. Porque padecemos
príncipes traidores al don recibido.
Y desde este
humilde puesto, el centinela, es decir, no sólo quien mira y está atento
para advertir, sino que, ateniéndonos a su significado, es quien “siente” según
su origen italiano. Y la sensibilidad en el centinela se hace patente, porque
quien cuida y vigila, si no está movido por su tesoro, si no lo hace carne,
difícilmente podrá ejercer bien su oficio. Porque somos parte del Cuerpo Místico
de Cristo estamos aquí. Porque las cosas deben ser llamadas por su nombre, sin
tergiversaciones ni evasivas. Porque queremos ser parte del resto fiel, y pasar
un día a gozar de la Pascua Eterna.
La
Resurrección de Cristo nos presenta dos ejemplos: el guardia romano, que huye
despavorido ante el hecho grandioso y esplendente; y las santas mujeres, que al
ser advertidas del prodigio, buscan a los demás para comunicar la Buena Nueva,
que confirma a los que temían y esperaban. Imitemos este otro.
Elevemos nuestras miradas y
súplicas a María Santísima. Ella contempló el precio de la Iglesia en aquella
lanzada (Cfr. Jn. XIX; 25). Ella estuvo con los primeros príncipes de la
Iglesia naciente, en el advenimiento del Espíritu Santo (Cfr. Hech. I; 12 y
ss). Ella, Medianera y Corredentora, guiará a la Iglesia de Su Divino Hijo a la
Jerusalén Celestial. Pero imploremos a su Inmaculado Corazón que, mientras
permanezcamos en este status viatoris,
pueda decirse de nosotros: “La multitud
de los fieles tenía un mismo corazón y una misma alma”. (Hech. IV; 32).
Y así, sólo así, podremos
unirnos al coro de los Ángeles y a la Iglesia Triunfante para cantar gloria y
hossanas al Cordero de Dios en un eterno: “Pange lingua
gloriósi láuream certáminis, et super Crucis trophaeo dic triúmphum nóbilem:
quáliter Redémptor orbis immolátus vícerit”. Canta, lengua, la victoria del más glorioso
combate, y celebra el noble triunfo de la Cruz, y cómo el Redentor del mundo
venció inmolado en ella.-