martes, 22 de abril de 2014

Rey Crucificado, Rey Resucitado

Por Juan del Águila


         La Iglesia Católica -es decir, universal- se halla, en estos días, sumida en la alegría pascual por la Resurrección del Salvador. Este Domingo precedente, el despuntar del sol nos traía la alegre noticia: “No está aquí; porque resucitó, como lo había dicho” (Mt. XXVIII; 6).

           Y la sagrada liturgia no puede menos que regocijarse, e invitarnos a la alegría, por el triunfo del Esposo: “Et pro tanti Regis victoria tuba insonet salutaris”, canta el Exultet en la celebración de la Vigilia. “Y por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación”.

          Pero, conocido es ya de todos, la Tradición nos enseña que para llegar al gozo de la Resurrección, hemos de transitar primero el vía crucis, el camino de la cruz. El Rey que nos precede venciendo a la muerte, reinó primero desde un Madero: “Estaba escrito: Jesús Nazareno, el rey de los judíos” (Jn. XIX; 19). Es el mismo Rey que muere, para luego vencer.

        No pretendemos aquí hacer apologética sobre la reyecía de Cristo, sobre la que mucho se ha dicho ya. Sólo deteneros en este Rey, Rey Crucificado y Rey Resucitado. Porque la crucifixión de Cristo nos lega otro gran misterio. “Pero uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn. XIX; 34). Y, como enseña la Tradición y el Magisterio, de este costado abierto nace la Iglesia.

        Por ello, la Iglesia no puede, no debe desentenderse de la suerte de su Rey. El Cuerpo Místico de Cristo se encuentra en peregrinar hacia el Cielo, sí. Pero su peregrinar ha de ser la subida al Calvario, la muerte a las obras del Demonio, la donación de sí misma para devolver las almas a Dios.

        Bien en claro lo dejó expresado el Apóstol de los Gentiles: “Así es preciso que los hombres nos miren: como a siervos de Cristo y distribuidores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se requiere en los distribuidores es hallar que uno sea fiel. En cuanto a mí, muy poco me importa ser juzgado por vosotros o por tribunal humano” (I Cor. IV; 1-3). Ésta ha de ser la Iglesia: un sacramento que lleva la gracia a los hombres y los hombres a Dios; y no un circo mediático.

         Por ello este espacio. Porque nos duele la Iglesia, porque somos parte de ella. Porque lamentamos ver una institución divina, prostituida. Porque lloramos una doctrina ultrajada. Porque sufrimos un culto indigno. Porque padecemos príncipes traidores al don recibido. 

Y desde este humilde puesto, el centinela, es decir, no sólo quien mira y está atento para advertir, sino que, ateniéndonos a su significado, es quien “siente” según su origen italiano. Y la sensibilidad en el centinela se hace patente, porque quien cuida y vigila, si no está movido por su tesoro, si no lo hace carne, difícilmente podrá ejercer bien su oficio.  Porque somos parte del Cuerpo Místico de Cristo estamos aquí. Porque las cosas deben ser llamadas por su nombre, sin tergiversaciones ni evasivas. Porque queremos ser parte del resto fiel, y pasar un día a gozar de la Pascua Eterna.

         La Resurrección de Cristo nos presenta dos ejemplos: el guardia romano, que huye despavorido ante el hecho grandioso y esplendente; y las santas mujeres, que al ser advertidas del prodigio, buscan a los demás para comunicar la Buena Nueva, que confirma a los que temían y esperaban. Imitemos este otro.

Elevemos nuestras miradas y súplicas a María Santísima. Ella contempló el precio de la Iglesia en aquella lanzada (Cfr. Jn. XIX; 25). Ella estuvo con los primeros príncipes de la Iglesia naciente, en el advenimiento del Espíritu Santo (Cfr. Hech. I; 12 y ss). Ella, Medianera y Corredentora, guiará a la Iglesia de Su Divino Hijo a la Jerusalén Celestial. Pero imploremos a su Inmaculado Corazón que, mientras permanezcamos en este status viatoris, pueda decirse de nosotros: “La multitud de los fieles tenía un mismo corazón y una misma alma”. (Hech. IV; 32).               

Y así, sólo así, podremos unirnos al coro de los Ángeles y a la Iglesia Triunfante para cantar gloria y hossanas al Cordero de Dios en un eterno: “Pange lingua gloriósi láuream certáminis, et super Crucis trophaeo dic triúmphum nóbilem: quáliter Redémptor orbis immolátus vícerit”. Canta, lengua, la victoria del más glorioso combate, y celebra el noble triunfo de la Cruz, y cómo el Redentor del mundo venció inmolado en ella.-