viernes, 2 de mayo de 2014

San Juan XXIII y el latín como lengua de la Iglesia



Por Dolores Argentina

Mucho se ha hablado de Juan XXIII por estos días y el motivo es más que obvio. Por demás, mucho hay para decir sobre esta figura particular de nuestra Iglesia moderna. Empero, nuestra intención no es embrollarnos en las discusiones que se han desatado con motivo de su canonización. Bien sabemos, que el hecho de que Juan XXIII sea santo de la Iglesia no implica canonizar el Concilio que él mismo convocó, como a sabiendas se pretende en nuestros días. Creemos incluso, que el santo Juan XXIII pudo muy bien haber cometido un craso error convocando tal Concilio… Pero no es nuestra intención enredarnos ahora en tales discusiones.

La materia que nos hemos propuesto guarda, sí, estrecha relación con lo que decimos, pero de manera indirecta. El Papa Roncalli escribió en sus años de pontificado una preciosa Constitución Apostólica llamada “Veterum Sapientia”, que trata sobre el uso del latín en el universal ámbito de la Iglesia Católica. En aquellos días, cuando los vientos preconciliares soplaban haciendo añicos tradiciones y antiguas usanzas, fue el mismísimo San Juan XXIII quien escribió estas líneas dirigidas a todos aquellos que menosprecian el latín como lengua de la Iglesia de Cristo y de su Sede Apostólica.

Empieza nuestro santo haciendo un repaso de los méritos milenarios que la lengua del Lacio ha brindado a la cultura occidental y a la Tradición de la Iglesia. En un rapto de inspiración, incluso la llama “aurea vestes (áurea vestidura) de la sabiduría misma”. Instrumento divino para la propagación de la Fe, se convirtió luego de ser la lengua del Imperio Romano en el idioma de la Sede Petrina. Sus naturales características de inmutabilidad y universalidad, dieron al latín un puesto de preponderancia y principalía por sobre el resto de las lenguas. Y para refrendar esta idea, cita el Papa a su antecesor Pío XI, quien señalaba sobre la lengua latina “tres virtudes características que admirablemente se acomodan a la naturaleza misma de la Iglesia”:

"La Iglesia, al abrazar en su seno a todas las naciones y estando destinada durar hasta el fin de los siglos, exige por su misma naturaleza una lengua universal, inmutable y no popular".

Por supuesto, el alabar esta virtud del latín de “no ser popular” constituye una curiosa faceta del “Papa del Concilio” que no conocíamos. Esa virtud consiste, según enseña más adelante, en que “la lengua latina, sustraída desde hace siglos a las variaciones de significado que el uso cotidiano suele producir en las palabras, debe considerarse como fija e invariable”, lo cual es un elemento esencial para la conservación de verdades inmutables a través del tiempo. Pero además, esta particularidad encuentra su razón de ser en la dignidad misma de la Iglesia:

“Puesto que la Iglesia católica, al ser fundada por Cristo supera en mucho la dignidad de las demás sociedades humanas, ciertamente a ella atañe usar un lengua no vulgar, plena de nobleza y majestad”.

Pero el Santo Padre no se detiene ahí y nos señala la cualidad más importante del latín: es el vehículo divino de la Tradición Católica. En sus propias palabras:

“Además, la lengua latina que con razón podemos llamar católica, al ser consagrada por el continuo uso que ha hecho de ella la Sede Apostólica, madre y maestra de todas las Iglesias, debe ser guardada como un tesoro de incomparable valor, una puerta que pone en contacto directo con las verdades cristianas transmitidas por la tradición y con los documentos de la doctrina de la Iglesia y, finalmente, un lazo eficacísimo que une en admirable e inalterable continuidad la Iglesia de hoy con la de ayer y la de mañana”.

He aquí definida con lucidez la virtud propia del latín. En tanto lengua de la Iglesia que, en través de la catarata de los siglos, ha ido transmitiendo las verdades de la Fe, transportando las prédicas y enseñanzas de los santos, comunicando la cultura occidental y cristiana, traspasando con fidelidad tanto conocimientos filosóficos como verdades poéticas y participando a las nuevas generaciones del culto sagrado; no puede bajo ningún respecto caer en desuso y desprecio. Y continúa Su Santidad amonestando firmemente a aquellos que dudan de la eficacia y dignidad del latín:

“No hay nadie que pueda poner en duda la especial eficacia que tienen tanto la lengua latina en general como la cultura humanística para el desarrollo y formación cultural de los jóvenes. Pues ella cultiva, madura, perfecciona las principales facultades del espíritu; proporciona agilidad mental y exactitud en el juicio, desarrolla y consolida las jóvenes inteligencias para que puedan abarcar y apreciar justamente todas las cosas y, finalmente, enseña a pensar y a hablar con un gran orden”.

Por todo esto, afirma categórica y rotundamente que el latín debe ser favorecido, secundado y difundido en todo ámbito y lugar de la Iglesia Católica. Y  lo dice sin ambages ni ambigüedades, haciendo uso efectivo del Magisterio Ordinario:

“Nosotros, movidos por los mismos graves motivos que movieron a Nuestros Predecesores y a los Sínodos Provinciales pretendemos, con firme voluntad, que el estudio y empleo de esta lengua se promueva y actualice cada vez más, devolviéndosele su dignidad. Puesto que el empleo del latín se somete en nuestros días a discusión en muchos sitios, y muchos preguntan el pensamiento de la Santa Sede a este respecto, hemos decidido dar oportunas normas, que se enuncian en este solemne documento, para que se mantenga el antiguo e ininterrumpido uso de la lengua latina y, donde haya caído en abandono, sea absolutamente restablecido.

Tales palabras parecerían ser un evidente mandato petrino que no deja lugar a dudas y que debería obligar a nuestro “sentido de la obediencia”, tan predicado por estos días… Sin embargo, ¿qué ocurrió entre la Veterum Sapientia y la actualidad que no se propagó el estudio de las lenguas clásicas en los colegios católicos, que disminuyó sobremanera la educación en el latín de los seminaristas, que se dejaron de imprimir los libros litúrgicos en la lengua de la Iglesia, que la liturgia abandonó por completo y sin razones suficientes su correspondiente uso, que incluso los más altos jerarcas de la Madre Iglesia desconocen casi por completo la lengua de nuestros padres en la Fe? Menuda disyuntiva.

Y continúa el Santo Padre en sus exhortaciones, esta vez imprecando a los obispos:

“Velen también éstos, con paternal preocupación, para que ninguno de sus súbditos, por desmedido afán de novedades, escriba contra el empleo de la lengua latina tanto en la enseñanza como en los ritos sagrados de la Liturgia, ni, movido por prejuicios, disminuya el valor preceptivo de la voluntad de la Sede Apostólica y altere su sentido”.

El fragmento es contundente. El Papa obliga a los obispos y a todo el pueblo cristiano a refrenar a los lenguaraces que pretenden, movidos por prejuicios y afán de novedades, pronunciarse contra el empleo del latín tanto en la educación (colegios y seminarios) como en la Liturgia. ¡Ay de aquellos que disminuyan el valor preceptivo de estos mandatos! No querríamos comprobar, por ende, que nuestro obispo diocesano, Eduardo María Taussig, desconoce o descuida la voluntad del recientemente declarado santo Juan XXIII.

Y para que se vea lo muy poco que se tomaron en cuenta las categóricas disposiciones del “Papa bueno”, traemos a colación algunas que no han sido llevadas a la práctica en lo más mínimo, ni tampoco se ha intentado hacerlo:

“Las principales disciplinas sagradas, como se ha ordenado repetidas veces, deben ser explicadas en latín, lengua que sabemos es muy apta, por el empleo de tantos siglos, para explicar con facilidad y claridad singular la íntima y profunda naturaleza de las cosas (…). Por esto los que en las Universidades y Seminarios enseñan estas disciplinas están obligados a hablar en latín y a servirse de textos en latín. Si por ignorancia de la lengua latina no pueden seguir convenientemente estas prescripciones de la Santa Sede, poco a poco deben ser substituidos por otros profesores más idóneos en esta materia”.

Es llamativo leer tales palabras y más parecerían dichas hace doscientos años que hace cincuenta tan sólo. La ignorancia reinante en la actualidad respecto del latín por parte de seminaristas, sacerdotes, obispos e incluso cardenales es espantosa y alarmante. Y sobre todo, nobleza obliga a señalar que es una ignorancia absolutamente culposa.

Así pues, cabría quizás leer éste y otros documentos magisteriales escritos por el nuevo santo antes de subirse con todo entusiasmo al carro primaveral que nos lo pinta bonachón y azucarado, sin tener demasiado en cuenta al pontífice real y concreto que nos dio la Historia. Y repetimos: creemos con firmeza que fue un hombre que pudo haber cometido errores entre sus actos de gobierno, pues bien sabemos que aún los santos no están exentos de ellos. Quede esto a consideración del lector, mucho más letrado en tales cuestiones que el autor del presente ensayo. No obstante, creemos también oportuno y urgente, dado el colorido y caprichoso relato que se teje en torno a su figura, traer a colación textos como éste, esclarecedores y auténticamente magisteriales.





2 comentarios:

  1. Genial! Muy buen artículo!

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  2. En una entrevista realizada por IL FOGLIO, aparecida el pasado 26 de abril, al Prof. Roberto Di Mattei, responde:

    Periodista: Un aspecto siempre silenciado de Roncalli es el ejemplo, no progresista, de que creía firmemente en la importancia del latín en la liturgia y el canto gregoriano. Su Constitución Apostólica "Veterum Sapientia" de 1962 sobre estos temas es muy clara. Entonces, ¿qué pasó? Es que acaso en contra de lo que ha repetido la escuela de "Bologna " (más o menos : el Concilio de Roncalli "traicionado" por Montini en sentido antiprogresista) , fue todo lo contrario ? El Concilio "Pacelliano" fue traicionado por los progresistas?

    Prof. De Mattei: Juan XXIII , un conservador sin ser conservador y , sin duda, tenía la sensibilidad conservadora que no le gustaban las reformas litúrgicas que el arzobispo Annibale Bugnini ya había comenzado a promover bajo el pontificado de Pío XII. La Constitución Apostólica Veterum Sapientia de 22 de febrero 1962 constituía una respuesta firme e inesperada a los defensores de la introducción de la lengua vernácula en la liturgia. En este documento, el Papa Juan XXIII hizo hincapié en la importancia del uso del latín, "el lenguaje de la Iglesia viva ", recomienda que las disciplinas eclesiásticas más importantes deben ser enseñadas en Latín (n º 5 ) y que a todos los ministros de la Iglesia Católica, la clero tanto secular como regular, se les debía imponer "el estudio y el uso de la lengua latina". Con estas medidas, Juan XXIII mostró claramente el descontento de la dirección tomada por la Comisión Litúrgica. Pero entonces Juan XXIII no hizo nada para garantizar la aplicación de este documento, se puede decir, se evaporó en el aire.

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